Tuesday, January 15, 2013

Pandilla





Conformamos una pandilla. Somos muchos que recorremos lugares, estamos completamente alcoholizados y gritamos, cantamos, insultamos, nos empujamos. Es de noche. Uno de nosotros, el del pelo verde –se llama Lucas– propone ir a drogarnos al puente. El puente es en realidad una cancha de fútbol cinco abandonada, situada debajo de la autopista que recorre buena parte de la calle Cochabamba. Lautaro dice que sí a Lucas y todos vamos para allá. Nadie tiene nada mejor que hacer.
En el puente, apartados de la pandilla los encuentro a Carlos y a Guillermo, que ya estaban allí desde antes. Carlos me cuenta de su nuevo libro. Se trata de un pueblo chico, típicamente provinciano, lleno de frustraciones y doble moral. Su aliento me llega y me confunde. Carlos está borracho también, como todos nosotros, los de la pandilla. Guillermo se ubica un poco más atrás, apoyado su cuerpo contra una gruesa columna de concreto. Se fuma un porro. Es filósofo autodidacta y además es dueño de un taller. Desde ahí me pregunta qué andamos haciendo. Le señalo a la pandilla y le digo que sólo damos vueltas por el barrio. Guillermo me propone que vayamos todos a su casa, que tiene mucho vino para todos. La pandilla escucha, nos miramos y del murmullo surge finalmente un sí.
Hacemos unas cuadras. Llegamos a la casa de Guillermo y entramos. Lucas pone un poco de música, una de esas bandas hardcore que a él le gustan. Carlos descorcha el primer vino. Lautaro se pone a cantar en un pésimo inglés. Algunos otros, lo que no consiguen asiento, se tiran en el piso. Guillermo se prende otro porro y enseguida lo hace girar para que todos fumen.
Tengo ganas de ir al baño. Subo la escalera y abro una puerta. Nunca antes estuve en esta parte de la casa de Guillermo. Cierro la puerta y el ruido de abajo se apaga. Todo está en penumbras. Escucho sin embargo algunos ronquidos y cuando la vista se me acostumbra a la oscuridad distingo decenas de camas improvisadas en el suelo, amuchadas entre sí. Hay gente durmiendo en ellas. Son los empleados del taller textil que Guillermo tiene en la terraza, razono. No sabía que vivían con él, razono. Sigiloso llego hasta el baño.
Vuelvo con la pandilla. Guillermo me ve que vengo de arriba. Siguen todos en la misma. Agarro un vino de la cocina y le pido a Carlos que me abra –Carlos es su cuñado y suele pasar muchos días ahí– pero me dice que le pida las llaves a Guillermo, que él no las tiene. Me acerco hasta Guillermo y le digo que me quiero ir. Me acompaña hasta la puerta y me abre. Nos miramos antes de despedirnos. Hace un gesto con el dedo índice que cruza verticalmente sus labios cerrados. Que se quede tranquilo le digo, y me voy.
Regreso al puente y me doy cuenta que no tengo con qué abrir el vino. Pienso en volver a lo de Guillermo. Un pibe se me acerca y me ofrece un bucal a cambio del vino que tengo en mi mano. Le digo que no y le parto el vino en la cabeza. Puedo ver casi en cámara lenta como el tipo se desploma en el suelo mientras la botella se va deshaciendo en fragmentos y el líquido se dispara en múltiples direcciones.
Vuelvo a lo de Guillermo dispuesto a sacar a la pandilla de ese lugar.

15-01-13

Friday, January 11, 2013

La mayoría mística




Los expedicionarios llegaron a la pirámide justo cuando empezaban a sospechar que nunca podrían encontrarla. No lo esperaban, pero a su alrededor miles de serpientes grises colgaban de los árboles. Decidieron entonces acampar no muy lejos de allí, para descansar, comer algo y pasar la noche mientras elaboraban algún plan que les permitiera sortear la amenaza de esas inquietantes guardianas enroscadas en las ramas de la frondosa vegetación.
A la luz de un fuego improvisado con ramas secas del lugar discutieron las opciones a seguir. Algunos decían que con la debida protección las podían sortear sin serias dificultades, pero otros, la mayoría, sugerían que esas serpientes eran más que simples criaturas de la selva, que estaban ahí para llevar adelante una tarea asignada por algún ente superior, vinculado a la civilización desaparecida que en otros tiempos había construido esa pirámide, ahora cubierta de musgo y alimañas. El temor de la mayoría era tal que incluso sin decirlo los más valientes empezaron a tomar en serio la posibilidad de que las serpientes persiguieran propósitos graves de profanar. Finalmente todos convinieron en irse a dormir y al otro día tomar una decisión, lejos de la sugestión colectiva en la que habían caído.
A la mañana siguiente, al despertarse, los menos supersticiosos advirtieron que la “mayoría mística” –así la llamaron aquella vez– había emprendido un retorno inconsulto. Luego de la desazón y algún insulto lanzado al aire, decidieron llegar a la pirámide sin importar las serpientes y sus dioses. Levantaron el campamento y comenzaron la marcha. Cuando estuvieron cerca afilaron sus machetes y en medio de una torrencial lluvia prosiguieron su camino, atentos a cualquier tipo de ataque. Las serpientes los observaron pasar, impávidas. Ellos suspiraron.
Cuando vieron a los expedicionarios acercarse a la entrada se miraron entre sí y empezaron a desenroscarse. 
Los canales de agua que con la lluvia se formaban las llevaban más rápido hasta los hombres.



11-01-13

Tuesday, January 08, 2013

Las convicciones de Juan Román Riquelme*





*por Emiliano Ruiz Díaz

Juan Román Riquelme es un hombre que pide respeto, que reclama autonomía. En un mundo futbolístico dónde todo es show, publicidad, negocio y oportunismo, su concepción de las cosas, aún cuando pueda equivocarse, nunca es objeto de reflexión o un análisis detenido, sino más bien de reproche intempestivo, condena veloz y hasta veces insulto desproporcionado por parte de aquellos que quieren demonizarlo.
Juan Román Riquelme supo hacerle muecas públicas al neo-liberalismo, le negó el abrazo a sus amistades, no le dijo “te quiero” a los sicarios de la comunicación, fue insumiso en los pasillos de la institución boquense, no bajó la mirada frente algún directivo rosquero y fanfarrón. Los rótulos fabricados estuvieron entonces a la orden del día y los titulares de los noticieros: conflictivo, quilombero, camarillero, soberbio, etc. No faltó nunca el distraído que se hiciera eco de la trampa.
Juan Román Riquelme, el mejor jugador del fútbol argentino contemporáneo después de Lionel Messi es hace años sojuzgado por dirigencias ávidas de obediencia ciega, por periodistas que todo lo ponen en tela de juicio, que lloran por una libertad de empresa que confunden con libertad de expresión y que sin embargo no admiten la más mínima crítica por parte de un futbolista que cada tanto dice lo que considera oportuno, con un tono metido medio para adentro, cansino, de cierta ironía si hace falta. Cómo van a bancarse entonces que una ley democrática los desmonopolice, aunque sea en parte, sino son capaces de soportar los desaires de un muchacho que con cara de serio afirma estar feliz.
Juan Román Riquelme, pone por encima de todo a sus seres queridos, a su familia, a sus amigos, al hincha que con sinceridad le brinda su afecto. No pierde oportunidad de expresar cuáles son sus preferencias afectivas, no proporciona la demagogia ni el amarillismo que ansían las corporaciones comunicativas, los nacionalismos de bazar y el falso institucionalismo que se invoca por conveniencia. Hace algunos años, en Alemania, llegado el momento, no dijeron “ausente” los que le desearon el fracaso en momentos decisivos y luego le pidieron Patria. Se ofuscaron cuando se atrevió a ponera su gente querida antes que a sus argentinizantes detractores.
Juan Román Riquelme juega lindo, le gusta pensar en la cancha, está convencido de que el resultado depende de un buen pase, un planteo táctico inteligente, no duda en volver a empezar desde el fondo si eso impide regalar la posesión o un pelotazo a la nada misma. Los veloces, los que quieren todo ya, como en un local de comidas rápidas, lo tildan de lento, de tortuga y no reconocen en el enchastrado fútbol argentino actual la realización de ese pedido de vertiginosidad que tanto reclaman.
Juan Román Riquelme se enoja si le meten un dedo en el culo, no le gustan los atrevidos, tiene su orgullo, considera que lo que tiene se lo ha ganado y que nadie puede venir a ofenderlo con cualquier cosa. Es humilde con los compañeros, es altivo con lo compadritos. Si es necesario se toma un mate con gente buena, campechana, como Carlos Bianchi, el Virrey, quién lejos de sumarse a la oscura comparsa, se muestra comprensivo y sube la apuesta: “lo respeto cada día más a Román”. Juan Román Riquelme escucha su palabra, cómo no hacerlo, si además en su voz se expresa el deseo de millones de hinchas xeneizes por verlo otra vez los domingos y él lo sabe.
Juan Román Riquelme, sin embargo, lo ha dejado claro, se debe a su familia, a sus amigos, a sus convicciones, a su palabra. Podrá equivocarse, podrá quizás ser cautivo de su orgullo, podrá dejar con las ganas al pueblo boquense y a todos los amantes del buen fútbol. No obstante Juan Román Riquelme, en esencia, no faltó a lo que es, porque Juan Román Riquelme no es esclavo de nadie, porque no es representante político, porque no es nuestro empleado doméstico. Porque es apenas un gran jugador de fútbol que no se comporta como muchos otros y eso es lo que no le perdonan: que haya elegido, a riesgo de causar mucho enojo en mucha gente, ser Juan Román Riquelme, el mismo que un 10 de noviembre de 1996 debutó en Boca Juniors y se llevó ese mismo día la ovación de toda una hinchada que coreó su nombre emocionada, intuyendo que se venía con ese chico un futuro de pisadas, pases en profundidad, tiros libres al ángulo, pero también y por sobre todo, coherencia, convicciones.
Adentro y afuera de la cancha: Juan Román Riquelme, ejemplo para las multitudes bosteras y argentinas.

8-01-13