Wednesday, September 19, 2007

Y faltaba cada vez menos [un relato sobre el peronismo]


El viejo había dado la orden la noche anterior pero ahora estaba ahí afuera, entre meditabundo y desentendido, no muy lejos de la casa, sentado en su reposera preferida a la sombra de un árbol. Esa mañana se había despertado de un humor levemente extraño, parecía pasar por un estado de cierta nostalgia, algo que se podía notar en sus ojos negros, siempre tan escrutadores y cómplices al mismo tiempo; y que esa mañana parecían escurridizos, como negando una tristeza inocultable.
Desde que la confirmación llegó, se había instalado un clima enrarecido en la quinta. Repentinamente, el lugar había pasado de ser un hervidero de discusiones decisivas para el futuro a transformarse en una zona recargada de un silencio específico, evocadora de un pasado mítico. Con la efectiva llegada del cajón a eso de las nueve de la noche del viernes la espera de quince años había concluido, sin embargo, la rara sensación no sólo no había cesado sino que además se profundizaba. Apenas las formalidades y una que otra insinuación entre el viejo y los funcionarios de la dictadura hicieron las veces de paréntesis discursivo, eran las vicisitudes del presente que se colaba. Después fueron los esfuerzos por abrir el cajón, reconocer el cuerpo, las pericias a cargo del doctor, el silencio, los saludos y por supuesto, con el pasar de algunos días, la orden del viejo a la mujer, su nueva compañera.
Ese día, a las ocho de la mañana, la mujer se despertó y antes de ir a bañarse fue a saludarlo al viejo que, sentado en un sillón de la sala de visitas, leía un periódico español. Casi que ni hablaron, no hacía falta, el viejo sabía decir hasta con la mirada, ella, interpretarlo. Luego se introdujo en la bañadera y al salir, antes de comenzar con su misión, se acercó al ventanal, corrió las cortinas y pudo contemplarlo ahí, en el jardín, vistiendo una camisa blanca, siempre sentado, mirando en dirección al cielo. Unos metros más hacia el fondo, con ambas manos en la espalda, cabizbajo, como mirando la tierra, caminaba Lopecito, el asistente del viejo. Ella dejó las cortinas abiertas y el viejo no la vio encaminarse rumbo a la habitación del cuerpo, Lopecito sí.
Al entrar, ella se paró frente al cajón, descorrió la tapa que el viernes había costado tanto y se topó con la tiesa figura de esa mujer. Esa mujer que había hablado para las masas, la que se había entregado a la causa social, la que dignificaba, esa mujer que ahora estaba frente a ella, sin vida, con la nariz deformada y una mortaja sucia, deshilachada. Entonces sintió miedo, no tanto de la visión que el cuerpo ofrecía, sino de algo que ya venía experimentando, miedo de tener que reemplazarla, de tener que hacerse semejante lugar en la historia, a la sombra de ese cuerpo que, aún muerto, continuaba vivo en la memoria de todo un pueblo. Ella pensó que jamás podría hacerlo, pero que cuando volvieran, con la ayuda del viejo, imprimiría su propia marca en el país, que las generaciones futuras la recordarían por su desempeño, un estilo continuador, sí, inspirado en, sí, pero personal también, sí.
A la derecha del féretro, sobre una mesa de madera pesada, estaban el peine, los trapos, el plumero, otros elementos de aseo y una mortaja a estrenar que habían cosido las hermanas de la mujer difunta. Estaba todo listo para comenzar, ella misma había dispuesto de esa manera cada uno de los objetos necesarios para dejar impecable a esa mujer, tal cual se lo había pedido el viejo antes de irse a dormir el lunes por la noche. Ahora, martes por la mañana, ella se encontraba allí, tratando de cortar con una tijera la tela mugrienta que recubría el cuerpo, extremando los límites de la lealtad, demostrando su infinitud. Por el viejo, la vida.
Pero algo la detuvo, tocaban la puerta de la habitación. Ella preguntó, alguien contestó. No sin antes cerrar cuidadosamente la puerta, Lopecito se abrió paso. Observó el cuerpo semi desnudo, se acercó a la mujer expectante que se hallaba parada al lado del féretro y le dijo algo en voz baja. Ella preguntó y Lopecito repitió, esta vez con mayor énfasis. Lopecito la tomó de la mano y la acompañó hasta la puerta. Ella salió un tanto desconcertada y sintió impotencia, ganas de llorar. No lo hizo.
Se acercó al ventanal y vio que el viejo ya no estaba solo, conversaba animadamente con un metalúrgico, un muchacho de confianza al que ella conocía por fotografías.
Entonces el viejo miró hacia la casa y al verla ahí, observando a través del vidrio, la invitó con un gesto de manos para que se acercara como para sumarse a la charla. Ella fue despacio y mientras se acercaba fue recuperando la alegría, volvía a sentirse parte del engranaje, parte fundamental del movimiento, después de todo, Lopecito le había ahorrado un trabajo espectacular, histórico, pero difícil, quizás morboso, él le dijo que se lo dejara bajo su responsabilidad, que él no pensaba vanagloriarse y que si alguien le preguntaba, incluso si fuera el viejo, él, Lopecito, diría su nombre, el de ella.
Isabelita saludó con un apretón de manos al compañero metalúrgico, besó en la mejilla a Perón y se sentó a su lado. Antes de captar el hilo de la conversación se le ocurrió pensar que López Rega sabía manejarse con la muerte, ahí andaría con el cuerpo.
Era un siete de septiembre de 1971 y faltaba cada vez menos para la vuelta del General.

Friday, September 07, 2007

El sueño del pantano y los caballos

Como en una de esas escenas brutalmente románticas de las películas de Leonardo Favio, he soñado con caballos muertos, con caballos muertos de color marrón, con hermosos caballos marrones muertos flotando en la superficie de un pantano leve, un pantano aguachento, con nenúfares de color verde musgo y camalotes también del mismo color, así, bien fuertes, colores rústicos, salvajemente marrones como los animales aún no putrefactos floreciendo su muerte suspendidos en el agua densa, semi pantanosa.
Colores selváticamente verdes, de suciedad naturaleza, todo verde y marrón y los caballos flotando en el agua y yo, ahí, agarrado de un árbol también marrón y verde, marrón en su tronco y verde en su copa, tronco vital, de verde que se respira, cómo si con un mortero se machacase pasto y después se colocase la nariz en ese cuenco de pasto triturado y se sintiese el perfume tosco de la sangre verde ocuparnos el cuerpo en ese respirar arrebatado, llamándonos a la acción.
Mi cuerpo entonces abrazado a un baobab como el del principito, ocultas sus raíces en la tierra debajo del agua primero, y después, inundada, mojada e invisible su base y el principio de su tronco a causa de este pantano que digo he soñado con los caballos en la muerte y todo ese espectáculo de nenúfares, juncos y camalotes.
Soy yo el que ha soñado con un abrazo pasional, revolucionario, a un baobab emergente, soy yo el que se ha visto a sí mismo en un sueño en el que una moderada corriente de viento agitaba un pantano y hacía a los caballos trasladarse de un lado a otro, de un lado a otro, sí, otra vez, de un lado a otro, como autitos chocadores a una velocidad mínima y por ahí alguno me pasaba cerca o me rozaba y yo, sin soltarme nunca del baobab, le acariciaba un poco las crines con la mano y después lo veía como se iba solito y muerto hasta chocarse con otro muerto visible ante mis ojos y mi conciencia.
Fui trepando los metros del árbol y trepando y trepando, raspándome los brazos y la piel de la cara, seguí camino a través de una de las gruesas ramas y llegué bastante alto, algo así como los nueve metros promedio de un baobab, algo así de arriba estuve, y en ese sueño, y en esa cima verde pude ver mejor y pude ver que los caballos eran miles y que cada uno de ellos tenía marcas hondas en el cuerpo, muchas, pero también la yerra de la lucha en los genitales, en esas pijas, pelotas y vaginas flotantes, apenas sumergidas en un semi pantano de sueño, de pesadilla.
Arranqué un fruto de la rama del baobab y me lo até al cuello, con ese pan de mono en el cuerpo pegué un salto y me hundí a toda velocidad en el agua hasta tocar el fondo.
Y he soñado con mi cuerpo ahí abajo, ahogándose, con el peso del fruto henchido por el agua, colgándome del cuello, en un semi pantano de historias de muerte, mi propia historia que es la nuestra, infranqueable.
He soñado, mi mente ha trabajado en esto.
Yo siento la obligación, yo quiero volver a ese pantano hijo de puta y trotarlo.
Trotarlo, galoparlo, revolucionarlo.
Con esto he soñado y ya no puedo, ya no quiero olvidarlo.

Wednesday, September 05, 2007

1978

"Y lo repito una vez más: he vivido por la alegría. Por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza no sea unida nunca a mi nombre”
JULIUS FUCIK
Reportaje al pie del patíbulo

Una casa pequeña en un campo con muchos árboles. Nosotros nos guardamos ahí.
Se pasa la mañana y entonces yo despierto. Vos tenes los ojos cerrados. Me dirijo hacia las ventanas de madera y las despliego de par en par. Entran el sol y los ruidos de los bichos que le cambian el silencio a la casa. Invade también el pasto mojado, se respira. Abrís tus ojos y perezosa, miras un instante hacia acá y volves a cerrarlos. Las sábanas no te cubren toda, el sol tampoco, pero no le falta tanto. Me pongo un pantalón corto y voy a la cocina. En el pasillo hay una pintura tuya: una ciudad neblinosa y una fogata en la calle sin fogoneros, no hay nadie. Sigo. Abro la heladera y saco una botella de cerveza bien fría. Vuelvo al dormitorio. Esta vez no miro a Buenos Aires en el cuadro. Me siento al borde de la cama, cerca de tus pies. Destapo, hay un ruido seco. Abrís tus ojos otra vez. Nos miramos, sonreímos.
Y es que tenemos los libros para revolucionarnos y tenemos mucha cerveza para emborracharnos y tenemos mucha marihuana para drogarnos. Todo eso tenemos.
Y todavía nos queda el disco de Serú Girán para ser felices.
Y nuestros cuerpos para el amor y los fusiles para la resistencia.