Thursday, April 26, 2012

Tontolón




Tontolón –así le decían, así se hacía llamar- vino una tarde a casa a pedirme un vaso de agua y primero le dije que no. Se lo dije entreabriendo la puerta, lleno de susto y desconfianza. Todos en el barrio lo conocían por sus shows con fuego y kerosene en la plaza, pero era de esos artistas callejeros un tanto agresivos, poco arreglados, un tanto borrachines y boca sucia con las mujeres. Por eso, si bien lo conocía, no me pareció que fuera lo mejor hacerlo pasar para darle agua y me salió decirle que no, casi intuitivamente. Tontolón llevaba ese día una remera amarilla manchada que no llegaba a cubrirle la panza peluda y eso me generó mayores reparos aún, se notaba que no era un tipo normal y su sorpresiva presencia en la puerta de mi casa, siendo yo un niño y estando solo en mi casa era por lo menos amenazante.
Sin embargo, antes de que se fuera, quizás sintiendo culpa por mis prejuicios, le propuse satisfacer su pedido con la condición de que se alejara de la entrada y esperara en el cordón de la vereda a que yo saliera y le llevara un vaso con agua. Tontolón dijo que le parecía bien, pero en cuánto volví de la cocina con el vaso, atropelladamente empujó la puerta que había quedado sin trabar y entró al comedor de casa. Yo caí al piso y el vaso se deshizo en mil pedazos contra el suelo, derramando además el agua. No sé porque, seguro por el susto, me quedé mudo, sin poder gritar ni nada parecido. Tontolón estaba, sin ser invitado, en mi casa, ahí, todo gordo, pelado, peludo, grandote, con su remera vieja toda manchada y unos pantalones hippies que lo tornaban funambulesco. Me miró un rato, con una mueca parecida a una sonrisa y luego paseó su vista por todo el lugar. Parecía absorto en pensamientos ajenos a la situación, miraba todo pero parecía pensar en cualquier otra cosa, se lo notaba extraviado.
Cuando me levanté del suelo me hizo una seña con la mano, como para que me quedara allí y al rato volvió de la cocina con un trapo de piso, un balde rojo, un secador, una escoba y una palita. Tontolón juntó algunos fragmentos de vidrio con sus manos y luego con la ayuda de la escoba y la palita completó el trabajo. Por mi parte me dediqué a secar el suelo con el trapo que luego escurrí en el balde. Llevamos todo a la cocina y él se sentó en una de las sillas junto a la mesa del desayuno. Agarré un vaso de los largos y le serví agua de la canilla. Dijo gracias y se tragó el agua con la misma desesperación de quién recorre un desierto durante días sin beber ningún tipo de líquido y por fin halla un oasis. El agua se le escapaba por los costados y le mojaba la remera amarilla. Las manchas que tenía parecían de sangre o algo similar, noté.
Luego de eso Tontolón se levantó de su asiento, apoyó el vaso sobre la mesa y sin decir nada me tomó de la mano, a lo cual accedí sin resistencia, y me llevó a mi pieza. Me pidió que me quitara las zapatillas y que me acostara en mi cama. Hice lo que me pidió. Agarró unas mantas sucias que estaban apoyadas en la parte superior de mi placard y me tapó. Se sentó al borde de la cama y con sus manos callosas cerró mis parpados. Sin taparse se acostó a mi lado. Durmió una siesta durante unos quince minutos en total silencio, apenas profiriendo algún leve resoplido que pude oír solamente por estar a su lado. Durante ese lapso no hice más que quedarme quieto en mi lugar, paralizado por una especie de angustia extraña, inexplicable, de la cual parecía imposible escapar. Tontolón, el artista gordo, pelado y lumpen había ocupado mi casa y ahora dormitaba a mi lado, ante lo cual no parecía quedar otra que rechinar los dientes y esperar a que todo finalizara pronto. Sabía además que mis abuelos no vendrían a casa hasta la hora de la cena porque se habían ido al club de jubilados a pasar el domingo.
De pronto, al despertar de su breve sueño, Tontolón volvió a mirarlo todo, haciendo varios giros de nuca, como reconociendo repetidas veces el terreno para estar seguro de su ubicación física en ese momento. Estiró los brazos, bostezó exageradamente y me susurró al oído un secreto irreproducible, lleno de revelaciones vitales. Me besó en la frente, se puso de pie y se retiró de mi casa. Unos segundos después fui corriendo hasta la puerta para verlo alejarse. Daba pasos tranquilos, con las manos en los bolsillos de su pantalón hippie. 
Empezaba a caer el sol y con este la tarde. Volví a casa y me puse a dibujar con lápices de colores las cosas que uno dibuja a esa edad. Por ejemplo, payasos.
27-04-12

Friday, April 20, 2012

El encapuchado




Furtivo y presuroso, el encapuchado sorteó las mesas del restaurante, tropezó con algunas sillas y sin perder definitivamente el equilibrio escapó de allí. Mi hermano me tomó del brazo y dijo “tenemos que seguirlo”.
Sin detenernos a pensarlo demasiado nos levantamos de nuestras sillas, dejamos la cuenta sobre el mantel y salimos a la calle para no perderle pisada. Lo vimos doblar por una esquina a toda velocidad. A pesar de su corta estatura daba rápidos pasos y al llegar a la calle por la que se había fugado, nos encontramos con que trepaba como un arácnido por los andamios exteriores de un edificio en construcción, ante lo cual pensé en desistir, pero mi hermano tomó la iniciativa y dijo “vení, entremos a la obra, por ahí lo agarramos”. Trepamos los tapiales con sus afiches publicitarios y en medio de la penumbra pudimos distinguir los cimientos, ladrillos dispersos, bolsas de cal, una mezcladora, herramientas varias en el suelo y una escalera interna de cemento a la vista.
Subimos con premura aunque sin pausa, no teníamos forma de alumbrar, sin embargo la oscuridad no era total, algunas luces de la tarde se colaban, nuestros pasos retumbaban en el silencio del lugar. Recorrimos habitaciones, baños a medio terminar, inspeccionamos pasillos, nos asomamos a balcones sin barandas. La ciudad entera desconocía nuestra carrera y proseguía su ritmo.
Seguimos por las escaleras hasta llegar al final de la construcción. Allí volvimos a verlo. El encapuchado saltó desde la cornisa hacia la terraza del edificio contiguo. No le costó mucho, aunque parecía riesgoso. Nosotros, mi hermano y yo, tomamos en nuestras manos unos listones de madera que había allí tirados y trazando un puente endeble, cruzamos con cuidado hacia el otro lado. Lo vimos abrir una puerta e introducirse escalones abajo. Si bien nunca nos dirigía la mirada parecía estar al tanto de nuestra persecución. “Entremos” dijo mi hermano.
Llegamos entonces a un pequeño apartamento que me resultaba conocido. “Se parece a nuestra casa”, dije a mi hermano. Asintió con la cabeza distraído. Cruzamos las habitaciones rumbo al balcón. En una esquina, acurrucado contra los barrotes de la baranda, con la mirada en el suelo, estaba el encapuchado.
Sin que ofreciera resistencia, lo tomé entre mis brazos. Era pequeño, sentí el retumbar de sus latidos acelerados y su cuerpo caliente, sudando. Le quité la capucha y sin dejar de acunarlo observé su rostro inocente, de unos diez, once años. Tenía los pómulos rosados, el pelo castaño oscuro y los ojos cerrados. El encapuchado era yo mismo de niño.
Mi hermano le dio un beso en la mejilla y entonces decidimos arrojarlo por el balcón, hacia el vacío. Lo vimos girar en el aire cabeza abajo, como esos fallidos avioncitos de papel que hacíamos antes. Lo vimos chocar contra el suelo y romperse el cráneo, perder masa encefálica. Un charco de líquido transparente emergió de su cuerpo y lo rodeó mientras los transeúntes lo esquivaban. Veíamos todo desde allí arriba y cada cosa era una miniatura.
El encapuchado ya estaba muerto, y nosotros, mi hermano y yo, nos sentamos en el balcón, a la espera de novedades.

21-04-12

Wednesday, April 18, 2012

Hay que escribir un panfleto



Nadie puede desconocer sus propias cosas, pero hay algunos hombres pertrechados de arsenales, representantes de cierto país invasor de estos tiempos, que detienen a través del lente imágenes sonrientes junto a cadáveres de combatientes mutilados de una nación que invadieron con parrafadas democráticas como poemario legitimador de la gesta. Ante estas postales de una sorna propia de los que se sienten capaces de hacer lo que se venga en gana con las vidas de los otros, desfilaran algunos comentarios pudorosos, apenas turbados en los portales informativos de los capos del planeta, y acto seguido será motivo de escándalo inadmisible cualquier movimiento, cualquier dicho, cualquier anhelo de cooperación entre los pueblos que se animan después de mucho tiempo a reobtener su dignidad, su soberanía, sus propias cosas, esta vez las buenas, las que valen y empujan los mejores sueños de una humanidad distinta, nunca no problemática, pero si más solidaria, redimiendo tanta masacre y tristeza. Esas fotos, con los soldados arrastrando el muerto afgano, tienen todas las de ganarnos también a nosotros, porque quieren ser estampas cotidianas, de esas que nos amanzan el sentido de la sorpresa, quieren pasar por matecito, y es toda otra cosa, que vendrá a instalarse adentro nuestro si la dejamos, y por eso, aunque no siempre por esto, hay que escribir, y tantas otras cosas, pero también escribir para que sigamos apilando las fuerzas que alteren tanta estupidez, en una foto, en una red social, con esos galanes apadrinados, ganando un espacio más, porque al fin y al cabo son el imperio, porque a los imperios los hacen, no los dioses ni los diablos, sino los hombres.

19-04-12

Wednesday, April 11, 2012

Pongámosle que era jueves

Los guachines en banda se acercaron para pedirnos plata en la estación. Habíamos pasado sin pagar, así que les dimos algo. Cuando el tren llegó y nos subimos rumbo a Banfield los vimos corriendo por el andén, siguiendo con el mangueo mientras se pegaban patadas y golpes entre ellos, arrojándose botellas de plástico y otros objetos similares. Los vagones estaban destrozados. El furgón de las bicicletas estaba lleno de mierda, defecado por todas partes. Pude entrever los soretes impregnados en el bambolearse de la puerta de acceso, al ritmo del eléctrico avanzando. Así empezaba aquella madrugada de jueves. Pongámosle que era jueves.

12-04-12