Thursday, October 04, 2007

Matías Alé

La inglesita de ojos celestes y espeso cabello enrulado castaño ya no era una mujer: la tenía entre mis manos adoptando ante mis ojos la forma de una menuda rata sin piel, con la carne rosada y aceitosa, tristemente demoníaca. Asustado la arrojé contra una de las paredes de la habitación y le dije: “voy a tener que encerrarte en está bolsa de Coto”. La ex – inglesita se retorcía epiléptica, esparciendo verduzcas y fétidas secreciones corporales sobre el piso de madera sucia. El piso las absorbía.
Le iba creciendo una larga cola, también frenética, con la cual intentaba desplazarse inútilmente hacia un rincón. Parecía no importarle mi advertencia, en realidad no me escuchaba, seguro que no podía ya. La inglesita adorable, como salida de un cuento de refinado estilo burgués, se había transformado en una bestia que se revolcaba estúpida a unos metros de mi cuerpo desnudo. Me acerqué a esa cosa que hasta hace un rato me estaba llenando de los más tiernos besos y tomándola de la cola la introduje en la bolsa de Coto que anudé rápido; la imagen y el olor no se toleraban. Até la bolsa al picaporte de la puerta y me recosté en la cama para llorar despacio, silencioso. Con la vista enturbiada por las lágrimas y la cabeza apoyada en la almohada miré como la bolsa se sacudía de a ratos, provocando ese puto ruido que hace el nylon cuando es frotado. Pensé que si seguía insistiendo iba a lograr romperla con facilidad pero al poco tiempo desistió y al intuirla muerta, quizás asfixiada, tuve mi momento para contemplar detenidamente las cosas que me rodeaban, para observar todo aquello que era para mí, en ese instante, el mundo, el continente, el país, un albergue transitorio en Constitución.
En la pileta del baño, en el suelo, en la mesa de luz y en la cama, por todas partes, estaban nuestras ropas abolladas como las irrefutables pruebas de que dos seres humanos se habían desvestido para tener mucho sexo. Y de hecho habíamos comenzado, ella, hermosa, con tetas grandes, redondas y un pubis de esos que me gustan, me había besado, me había dicho cosas lindas en su idioma y yo también le había dado muchos besos, pero antes de decirle algo (Había pensado en “me siento muy feliz” o algo similar) se había transformado en una cosa horrible, en un feto de marsupial, en una rata deforme, no sé. Se había convertido en una puta mierda imposible de coger y yo a la inglesita me la había querido coger porque me gustaba mucho, porque me parecía una mujer preciosa, no de puro caliente. Había si se quiere, un principio de amor.
Volví a vestirme, agarré la ropa de lo que fue la inglesita, la metí en mi bolso y cerré la puerta sin mirar siquiera. Adentro había quedado esa cosa. Después me acerqué al tipo que atendía el mostrador y le dije: “La mina que estaba conmigo se fue, se transformó en una rata putrefacta. Se la deje en una bolsita en la habitación”. El tipo me miró y no dijo nada. Le pagué y me fui de ese telo barato. Eran como las cinco de la mañana y todavía era de noche, estaba lloviendo bastante fuerte. Fui caminando por debajo de los techitos y los balcones pero cuando llegué a la plaza, en la parada del cincuenta y tres me mojé entero. El colectivo no llegaba nunca y me dediqué a mirar las lombrices que salían a morir ahogadas a la superficie de la tierra, en uno de esos cuadrados delimitados por cemento donde crecen los arboles de la ciudad. Algunas se retorcían sobre sí mismas hasta fallecer y volví a recordar a la cosa esa en su espectáculo lamentable. Sentí nauseas y empecé a temblar del frío. Sentí que el mundo era una mierda. Justo llegó el cincuenta y tres y me arrepentí: cuando un colectivo aparece en determinadas situaciones puede resultar motivo de una efímera felicidad, absurda por supuesto.
Me senté del lado izquierdo, junto a la ventanilla de la última fila. Empapado, con frío y sueño, apoyé la cabeza contra el vidrio y pensé en todo lo que había sucedido esa noche. La cabeza me vibraba y a veces me golpeaba considerablemente, sobre todo cuando el colectivo se comía algún bache.
Uno de los cabezazos fue tan sonoro que la persona que estaba adelante mío se dio vuelta para preguntarme si me encontraba bien. Era Matias Alé, completamente drogado. Tenía restos blancos de una línea en la nariz y los ojos como dos bombas a punto de estallar. Empecé a cagarme de risa, a los gritos, no podía parar. Matias Alé, completamente drogado, me miraba sorprendido. Empecé a putear y a golpear todo, abrí el bolso y arrojé con furia la ropa interior de la inglesita. Vociferé algo así como: “¡este mundo no nos consulta nada, es una mierda! ¡Pero qué mundo puto!”. Matías Alé lloraba, no entendía nada el tipo, estaba muy drogado. El chófer paró el colectivo, me agarró de un brazo y con una patada en el culo me dejó en la vereda. Agarré una piedra, tomé carrera y se la lancé pero apenas si levanto vuelo.
Me senté en un umbral, ya no llovía. Estaba a mitad de cuadra, en la zona de Boedo, no muy lejos de mi casa. Empezaba a salir el sol y cantaba uno que otro pájaro. Los porteros, madrugadores, salían a manguerear las veredas, gastando agua sin sentido. Uno que otro pibe volvía borracho a su casa. Buenos Aires. Me fui caminando hasta mi departamento, unas treinta cuadras. Cuando llegué, así, mojado, con la ropa bien pegada al cuerpo, encendí la computadora y me puse a escribir todo esto y me dije a mi mismo: “A ver quien tiene las pelotas intelectuales para entender la metáfora de Matías Alé”.
De ese críptico pensamiento viene el título.