Saturday, April 21, 2007

Sucidios, pijas y conchas


"Todos los hombres sanos han pensado es su propio suicidio alguna vez"
Albert Camus

Empecé por derramar el contenido de la Pepsi. La idea era deshacerme de todo aquello que me pareciera innecesario, pero entonces entendí que si me iba a tomar el asunto en serio, en algún momento tenía que quitarme la vida. Porque sí. Era obvio. Mi vida era la primera de las cosas que realmente no poseía ninguna utilidad y además, lo cual también me parecía evidente, matándome conseguía borrar de un plumazo todo lo que resultara engorroso de anular, destruir o simplemente tirar a la basura. Por ejemplo, ¿para qué perder el tiempo quemando las camisas o los calzoncillos si pegándome un tiro en la cabeza las cosas se podían solucionar más rápido?
Estaba convencido de esta idea. La tenía en la cabeza como se tiene una bulba en la boca cuando se la está libando. Sí, ya sé. No se entiende muy bien la comparación. Quiero decir que cuando uno mete la lengua ahí no se quiere ir más, uno se quiere quedar a vivir y lo mismo me pasaba con la idea en la mente, no se me iba ni a ganchos. Se me ocurrió la metáfora, digamos, porque son las únicas cosas en las que suelo pensar: suicidios, pijas y conchas.
Sin embargo, y es a esto a lo que quiero llegar, hoy cambié de postura. Estaba acá a la vuelta, cerca de la cancha de Ferro, en una cortada. A cambio de unos puchos, me estaba haciendo chupar el choto por un putito sidoso que creo que le dicen “ La foca” o algo así, y de pronto, no sé porque, cuando terminamos con lo que nos tenía ocupados, se me dio por contarle mi idea. Le dije que no me deshacía de todo lo inútil porque eso me llevaba al suicidio y que si bien mi vida era una cagada, no me animaba a la concreción del acto. Entonces, con los dientes y la lengua llena de semen espeso, bien mantecoso, “La foca” me dijo:
“Estas equivocado campeón, estuviste cerca de la verdad pero te alejaste justo antes de alcanzarla. En el universo hay tantas cosas al pedo que nunca terminarías de destruirlas, lo cual significa que podés hacer todo el bardo que quieras que nunca te va a dar el tiempo para llegar a la instancia de ahorcarte o tirarte por un balcón, antes del sucidio está toda la basura del consumismo imperialista, que es infinita. ¿Entendes varón? Vos antes me hablaste de que tu vida era la peor mierda y no es así la onda papusita, le pifiaste fiero. Escucha lo que te dice la foca: vos no vales un mango, sos un poeta bizarro, sucio, pero el imperio fabrica compulsivamente adornos de plástico, caretas de Bin Laden, celulares con lavarropa, siliconas, computadoras, penes de caucho y hasta crucifijos con la caripela de Jesús. Cada una de estas cosas son quinientas veces más estúpidas e inservibles que, incluso, tu vida miserable de escritor que publica en un blog. ¿Cazaste la frecuencia máquina?”.
Seguimos hablando un rato más y cuando me cansé lo despedí con un apretón de manos.
Después me fui a unos de los fichines que todavía sobreviven (ahí por Avenida La Plata y autopista) y mientras jugaba al Mortal Kombat 1 me pusé a pensar en las palabras de “La foca”. Tenía razón el tipo. Hay en el globo inifinitas pelotudeces y todas más inservibles, mucho más tristes y absurdas que yo.
Esto es lo que quería contar: me he transformado hoy.
Voy a destruirlo todo con el falso objetivo de volarme los sesos algún día y voy a ser un cínico porque adentro mío voy a saber que es imposible. Y voy a seguir vivo hasta dejar de respirar por muerte natural o porque me cague a tiros la policía, pero buscando el suicidio y paradójicamente manteniéndome más vivo que nunca. Voy a ser, permitanme el oxímoron diría Borges, un suicida vitalista.
Y ya sé por donde empezar. Me voy a encargar de “La foca”. Tiene el bicho en la sangre, no tiene sentido que siga viva. Sí, y además me cae como el culo. Sí. El tono que usó hoy no me gustó un carajo. Es como la Pepsi, es muy soberbia...

Sunday, April 01, 2007

La paciencia de Augusto [por entregas, injustificables]

Uno
Augusto, piloto negro y sombrero gris, entra al bar y se dirige hacia la barra. Le pide una cerveza a Rinaldi y no advierte el inestable camino que se forma a sus espaldas; el agua va de la puerta hasta el lugar que ocupa ahora, un viejo asiento, marrón, circular, semi-acolchonado, junto a la barra de igual color, cerca de la caja registradora. El piloto gotea y origina a sus pies un incipiente charco sobre las baldosas verdes, pronunciadamente gastadas en esa zona por el constante tránsito. Las gotas caen sordas, obturadas por el murmullo de la clientela y la música que suena a considerable volumen.
Una muchacha, no más de veinte años, se acerca tambaleante a la rockola para elegir las canciones que van a sonar. Una y otra vez, hace el mismo recorrido: de su mesa a la máquina, de la máquina a su mesa. Augusto la observa de reojo, un poco molesto. Mientras aguarda la cerveza que acaba de requerir, la música le llega estridente a los oídos; la rockola, fluorescente, verde, amarilla, fucsia, ubicada junto a los baños, no se halla muy lejos de la barra, no muy lejos del recién llegado.




Dos
Rinaldi coloca sobre la superficie de la barra, delante de Augusto, un chopp lleno de cerveza, rebosante de espuma blanca, escarchada por el frío. Augusto reclina sensiblemente la cabeza, alza la mano derecha y se toca la punta del sombrero gris en señal de agradecimiento. Se lleva el líquido a la boca, y a la vez que la cerveza le recorre la garganta, observa el círculo acuoso, la huella dejada por el vaso sobre la delgada capa de plástico que recubre el machimbre del mostrador. Después, Augusto, vuelve a colocar el vaso, lleno hasta la mitad, sobre la circunferencia, como si fuera un estacionamiento señalizado, específicamente destinado a la cerveza.
Algo le dice Rinaldi, riéndose apenas, pero Augusto no lo escucha. Tiene la vista extraviada en las burbujas que ascienden para luego desaparecer en los límites de la bebida y el oído impedido por las risotadas y las canciones que se suceden, enganchadas, una atrás de la otra.






Tres
Afuera, en el cielo, los truenos se hacen sentir, pero adentro, en el bar, apenas llegan a conformar un susurro áspero atendido por unos pocos, los más cercanos a la entrada, los mas distanciados de las mesas de pool, la conversación general y la música perseverante.
Augusto no es de estos últimos. Ignorante del recrudecimiento de la lluvia, introduce su mano izquierda en uno de los bolsillos interiores del piloto y saca, primero, un atado de cigarrillos, luego un encendedor de plástico rojo. Con una ligera mirada busca la aprobación de Rinaldi, que niega con el vaivén de la cabeza y habilita con los párpados cerrados y una mueca hacia la izquierda, condescendiente. Augusto, naciente calvicie, se quita el sombrero, lo deja reposar sobre el asiento contiguo, le proporciona fuego al pucho y pita como corresponde. En ese instante único, se deleita, no sólo con el relumbre del cigarrillo al ser aspirado, el humo llegándole a los pulmones, el humo despedido. Augusto disfruta eso y algo más también. La perturbación de quienes lo ven, lo huelen y las evidentes murmuraciones al respecto lo ponen divertido, desafiante, orgulloso. En los dibujos del humo se le entrevera la satisfacción, reflejada en la risa ahogada por la música, visible en la opacidad amarillenta de sus dientes descubiertos, pero que permanecen así unos segundos solamente.




Cuatro
Rinaldi lo ve todo. La ve a la muchacha, equilibrio declinante, levantarse de su silla y mover la boca como si ritara algo, ofuscada. Rinaldi la ve acercarse desde el fondo, modificando por vez primera su periplo, la ve, escote pronunciado y pollera larga, sinuosa en dirección a lo que es el primer plano de su panorama, es decir, las postreras volutas que apenas recubren el rostro del impasible Augusto. Rinaldi, a medida que la muchacha se acerca, comienza a escuchar vagamente las proclamas aunque no alcanza a comprender su contenido, lo intuye quizás. Ve que la muchacha, generosa de senos, se detiene justo detrás de Augusto, que permanece indiferente, únicamente entregado a su actividad, fumar y beber. Rinaldi mira y quizás intuye lo que ha de suceder. La muchacha le toca el hombro, una, dos, tres, cuatro veces hasta que Augusto se da vuelta. Ella comienza a decirle algo, en tono de reproche, señalando el atado y Augusto la observa, tranquilo, mientras le da la última pitada al cigarrillo. La rockola deja de funcionar y los gritos de la muchacha cobran todo el relieve sonoro posible, cada uno de los presentes, un poco en silencio, un poco murmurantes, admiran la escena de los pechos vibrantes, la embriaguez indisimulable, la voz reclamante y la escucha ceremoniosa del fumador. Hay la tensión que el asunto se merece.




Cinco [Aguafuego]


Augusto abandona la quietud y se incorpora. Arroja el filtro al suelo y lo pisa. Mientras apoya el dedo índice de la mano derecha sobre los labios de la muchacha, acerca la boca jadeante a su oreja y le susurra:
"Ayer, el humo.
Lo levanté al cuerpo y también le abrí los cerrados, para no oler solamente.
Era de noche y, como ahora, llovía raro, desparejas las aguas.
Los abiertos, en el balcón, contemplaron el fuego. Fueguero él, aun en la lluvia. Danzaba.
Y después las sirenas a lo lejos llegaron. Se hicieron fuertes al acercarse.
Hombrecitos varios, negros, franjas amarillas con casquitos escupieron agua mucha. Mangueras.
Y la ayuda del cielo.
La lucha de los elementos mis abiertos supieron. Aguafuego.
La casa calcinada y quizás alguien perdía los respiros. Y la ayuda de los abiertos, no ayudaba.
Miraban y solo eso.
Hoy, la casa. Intacta.
Y entonces, lo entendí loco al de arriba de todo, capaz de hacerme creer que.
Y dijo: si nada es lo que parece, podes matar".
La escena se congela, como la pausa del video: Augusto termina de hablar y le pasa la lengua por el cuello. La muchacha grita horrorizada. Rinaldi baja la vista. Algunos juegan al pool. Otros miran de reojo. Sobre el vidrio de la ventana que da a la calle, una gota de agua se desliza para fundirse con otra.


Seis [final predecible, injustificable]

Descongelamiento.
Le mete una trompada furiosa en el tabique, la agarra del cuello, la arrastra hasta la rockola y le estrella la cabeza contra el frente de la máquina. Los vidrios estallan, la muchacha sangra mares, grita, pero la música empieza a sonar y la tapa. Augusto la deja ahí, con medio cuerpo adentro de la rockola, con Ac/Dc rugiendo.
Vuelve al asiento, se toma lo que queda de cerveza, coloca la placa sobre el mostrador y lo mira a Rinaldi. Se viene otra ronda. Ambos lo saben.
Augusto, piloto negro, sombrero gris, calvicie incipiente: poeta y policía.