El encapuchado
Furtivo y presuroso, el encapuchado sorteó las
mesas del restaurante, tropezó con algunas sillas y sin perder definitivamente
el equilibrio escapó de allí. Mi hermano me tomó del brazo y dijo “tenemos que
seguirlo”.
Sin detenernos a pensarlo demasiado nos
levantamos de nuestras sillas, dejamos la cuenta sobre el mantel y salimos a la
calle para no perderle pisada. Lo vimos doblar por una esquina a toda
velocidad. A pesar de su corta estatura daba rápidos pasos y al llegar a la
calle por la que se había fugado, nos encontramos con que trepaba como un
arácnido por los andamios exteriores de un edificio en construcción, ante lo
cual pensé en desistir, pero mi hermano tomó la iniciativa y dijo “vení,
entremos a la obra, por ahí lo agarramos”. Trepamos los tapiales con sus
afiches publicitarios y en medio de la penumbra pudimos distinguir los
cimientos, ladrillos dispersos, bolsas de cal, una mezcladora, herramientas
varias en el suelo y una escalera interna de cemento a la vista.
Subimos con premura aunque sin pausa, no teníamos
forma de alumbrar, sin embargo la oscuridad no era total, algunas luces de la
tarde se colaban, nuestros pasos retumbaban en el silencio del lugar.
Recorrimos habitaciones, baños a medio terminar, inspeccionamos pasillos, nos
asomamos a balcones sin barandas. La ciudad entera desconocía nuestra carrera y
proseguía su ritmo.
Seguimos por las escaleras hasta llegar al
final de la construcción. Allí volvimos a verlo. El encapuchado saltó desde la
cornisa hacia la terraza del edificio contiguo. No le costó mucho, aunque
parecía riesgoso. Nosotros, mi hermano y yo, tomamos en nuestras manos unos
listones de madera que había allí tirados y trazando un puente endeble,
cruzamos con cuidado hacia el otro lado. Lo vimos abrir una puerta e
introducirse escalones abajo. Si bien nunca nos dirigía la mirada parecía estar
al tanto de nuestra persecución. “Entremos” dijo mi hermano.
Llegamos entonces a un pequeño apartamento que
me resultaba conocido. “Se parece a nuestra casa”, dije a mi hermano. Asintió
con la cabeza distraído. Cruzamos las habitaciones rumbo al balcón. En una
esquina, acurrucado contra los barrotes de la baranda, con la mirada en el
suelo, estaba el encapuchado.
Sin que ofreciera resistencia, lo tomé entre
mis brazos. Era pequeño, sentí el retumbar de sus latidos acelerados y su
cuerpo caliente, sudando. Le quité la capucha y sin dejar de acunarlo observé
su rostro inocente, de unos diez, once años. Tenía los pómulos rosados, el pelo
castaño oscuro y los ojos cerrados. El encapuchado era yo mismo de niño.
Mi hermano le dio un beso en la mejilla y
entonces decidimos arrojarlo por el balcón, hacia el vacío. Lo vimos girar en
el aire cabeza abajo, como esos fallidos avioncitos de papel que hacíamos antes.
Lo vimos chocar contra el suelo y romperse el cráneo, perder masa encefálica.
Un charco de líquido transparente emergió de su cuerpo y lo rodeó mientras los transeúntes
lo esquivaban. Veíamos todo desde allí arriba y cada cosa era una miniatura.
El encapuchado ya estaba muerto, y nosotros, mi
hermano y yo, nos sentamos en el balcón, a la espera de novedades.
21-04-12
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