Al fin y al cabo
Hacía
un asado en el patio. Cumplía años la abuela. Sonaba una chacarera en la vieja
radio. Era domingo. Iban llegando familiares y amigos. Me acerqué a las brasas
y ahí estaba mi viejo. En cueros, a la sombra de un árbol, acomodando la carne
y las achuras con su cuchillo. Empezó a contar sobre aquellos días sin trabajo,
cuando el país se venía a pique y perdió su puesto de jefe en la empresa. Tuve
que salir a hacer changas con el auto, decía.
En
ese instante, mientras articulaba frases del estilo, empezó a rejuvenecer. Le
crecieron los rulos, se le ennegreció el pelo, perdió las arrugas y se le
relajaron los huesos faciales. Estábamos ahora en un villar, tomando unas
cervezas con amigos de él, mezclados entre el humo de los cigarrillos que todos
allí fumaban compulsivamente. Continuó con su historia, pero hablando a una
cámara que lo filmaba. Empecé a agarrar cualquier laburo, el que sea, decía
mirando al tipo que lo grababa. Yo asentía a sus palabras porque recordaba todo
eso. En un momento, uno de sus amigos le puso una bufanda alrededor del cuello, e interrumpiéndolo jugó a asfixiarlo mientras todos reíamos ante la humorada. Un chiste de
hombres en un lugar de hombres.
Sonó
el celular y desperté. Era mi viejo. Me preguntó si yo lo había llamado recién.
Le dije que no y pensé en contarle que estaba soñando con él justo en ese
momento pero cortó rápido y preferí seguir durmiendo. Al fin y al cabo no suelo contarle
demasiadas cosas
19-06-12
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