Los abuelos
Desperté en la noche. Me
faltaba el aire en el encierro. Salí a la vereda con una frazada en la mano. Había
una brisa fresca. Me recosté en el cemento y me tapé hasta el cuello. Los
murciélagos danzaban en el aire y cada tanto se me acercaban. Eran sombras
grises agitándose en un cielo nublado. Las copas de los arboles se movían
intermitentes. Me levanté, crucé toda la casa de los abuelos y salí al patio.
En el fondo, contra la medianera de ladrillos, danzaba un fuego rodeado de
tacuaras clavadas en la tierra. Dejé la frazada en el pasto y esquivando las
lanzas me introduje parsimonioso en el fuego. Me tomó por debajo y me elevó a
una mediana distancia del suelo. Mi cuerpo gravitaba y recibía un tenue calor
que lo iba colmando despacio. En ese momento, mientras yo comenzaba a girar, apareció la abuela. Se sentó en un banquito y se dedicó a observarme mientras cebaba
un mate. La luna –y el fuego– alumbraban todo.
15-05-12
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